Nuestra señora que escucha / Odette María Rojas Rosa





I. Primera manifestación

Silencio. Oscuridad casi absoluta. Pasos temblorosos que se dirigen hacia un pequeño altar. Un hombre cae arrodillado ante la imagen de la Virgen. Solloza y dice suplicante: “Perdóname madre, sólo me iba a tomar una copita, pero tú sabes que aquellos son de carrera larga. Perdóname, por favor.”

La pálida efigie lo observa impasible. De repente una voz femenina le responde: “Eres un borracho incorregible, así que óyeme bien: no quiero que te vuelvas a aparecer aquí tomado, ¿me entendiste?” El hombre voltea para todos lados en busca de la dueña de esa voz que no le parece conocida. “¿Hay alguien ahí?”, pregunta en un tono inapropiado para la casa de Dios. No obtiene respuesta. Asustado sale corriendo de la iglesia. Los que lo vieron dicen que hasta lo borracho se le había bajado.


II. Testimonio de la esposa del borracho

Yo soy testigo de los milagros de Nuestra Señora. Mi marido puede estar orgulloso de haber sido el primero de los elegidos. Pues es que hablando con franqueza, la mera verdad, él era muy borracho. Llegaba diario a la casa cayéndose, y eso que había ido a jurar tres veces ante la Virgen. Por lo menos no era violento; es más, hasta se ponía medio cariñoso, lo malo es que no nomás conmigo, sino con otras viejas. El caso es que la noche de la revelación, cuenta mi señor que sintió ganas de ir a la iglesia a pedir perdón por haber roto su promesa. Llegó a la casa cuando ya empezaba a clarear, con cara de muerto, no podía ni hablar. Como yo estaba bien enojada, le reclamé. Y el otro, callado. Entonces me colmó la paciencia y le dije que no se hiciera el que la Virgen le hablaba.

—Pues eso mismo, la Virgen me habló—. Ahí fue cuando me preocupé, porque me lo dijo tan convencido que creí que ya le estaba dando el delirium tremens.

Lo dejé que se fuera a acostar para que se le pasara. En todo el día no hablamos más del asunto. Cuando cayó la noche ya estaba yo esperando a ver qué pretexto me daba para salirse a tomar. Pues nada. Se quedó en la casa ésa y muchas noches que siguieron. Auténtico milagro. Me acordé que hace muchos años yo le había pedido a la Virgen que me lo curara y que le iba a hacer una novena, así que fui a la iglesia una tardecita. Después de rezar me acerqué a su altar, le dejé un dinero y le di las gracias. Cuando me respondió “de nada” casi me muero ahí. Quién más pudo ser, si los únicos que estaban ahí eran el vago que siempre lleva un perro y dos señoras que rezaban un rosario de difuntos, y los tres también la oyeron clarito.

Fuimos a avisarle al padre y más tardó en llegar él, que la gente en enterarse. Todos querían hablar con ella, pero el padre cerró la iglesia diciendo que tenía que analizar el caso. Entonces medio mundo se me fue a preguntas de cómo era la voz de Nuestra Señora, si había pedido algo, si me había anunciado algo. Yo les respondí que hablaba bonito y que rezaran todos para no afligirla. Eso no me lo dijo, ¿verdad?, pero yo sé que le gustaría. Y pues sí, me siento bien contenta de que me haya hablado aunque sea poquito, porque ahora hasta las que no me dirigían la palabra me hacen la plática. Mi señor ya no toma ni anís y ya no se va con otras; pero pues tampoco quiere estar conmigo. Dice que no va a volver a tener contactos carnales porque ha oído que le desagradan a Nuestra Señora. Y pues, con perdón de ella pero, conociendo a mi marido, nomás no van a pasar muchos días antes de que deje de ser aspirante a beato.


III. Devociones a Nuestra Señora

La Virgen no les habló ni a las santonas madrugadoras ni a los miembros de la adoración nocturna. En vano la invocaron con rezos, jaculatorias, novenas y veladoras. Prefería manifestarse por ahí del mediodía y luego un rato en la tarde y nunca atendía más de dos horas por día, por eso se volvió frecuente ver a la gente haciendo fila desde temprano. A nadie le pidió oraciones, no exigía sacrificios, daba las gracias por cualquier ofrenda y le gustaban en particular las flores, sobre todo las gladiolas amarillas. No prometía milagros, nunca profetizaba, a nadie le reveló secretos y nadie pudo sonsacarle el número premiado de la lotería.

El padre no quería dar su aprobación al milagro. Nunca había tenido oportunidad de charlar personalmente con Nuestra Señora, pero la había escuchado en alguna ocasión cuando pasó cerca de ella. Algunos de sus consejos le parecían poco ortodoxos, por lo que no podía desecharse la idea de una posible intervención diabólica. Resolvió consultar al señor obispo para salir de dudas, pero como se encontraba de viaje, dejó hacer mientras tanto.

Alguien le sacó una foto a la Virgen y, al día siguiente, ya se podían comprar estampitas con su imagen que decían al pie “Nuestra Señora de las Penas”, con una oración atrás para invocar su ayuda en las necesidades. No todos estuvieron de acuerdo con el nombre y la llamaban Nuestra Señora que Habla, en virtud de su admirable habilidad parlante; otros, en cambio, le decían Nuestra Señora que Escucha, sorprendidos más bien por su capacidad de atención. Al cabo hubo estampitas y oraciones para todos.


IV. Oración para Nuestra Señora de las Penas que nos Escucha y que nos Habla

Virgen Sagrada y Bendita,
tus hijos insignificantes te pedimos
que alivies nuestras dolencias
del alma y del cuerpo,
que nos protejas de todo mal y
que alejes al demonio que
en todo momento nos acecha.
Te pedimos también
que siempre tengamos la certeza
de que tú nos has escuchado,
que atiendas nuestras súplicas
y que me hagas la gracia de tenerme
en consideración a mí ___________
(y a continuación se dice el nombre
de la persona que reza), pobre pecador
para tener el consuelo de oír tu voz.
(Se rezan tres avemarías y una Salve)
En el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo. Amén.


V. Testimonio de una que no tenía fe

A mí me contaron lo de Mario, el borracho ese que luego venía a sonsacar a mi Felipe. Ora resulta que es santo, que la Virgen le habló y que, como cambió de vida, ya hasta hizo voto de castidad. Yo, como no creía, me animé a ir hasta que todos en el pueblo ya la habían visto. Y pues cuando llegué le dije que me perdonara por no tener fe en ella y que ojalá un día me hiciera el milagro de llevarse lejos al desdichado de mi marido, que si borracho es una calamidad, en su juicio es el doble.

Toda la vida me ha de resonar en las orejas lo que me dijo: “Yo no le puedo hacer mal a nadie, pero ya estuvo bueno de que te quedes parada como idiota cuando se le mete el diablo. La cosa es que no se te note el miedo. Si no cambia sus modos, entonces mejor tú lo dejas. Y por lo de la fe no te preocupes, que a fin de cuentas ya estás aquí.” Nomás me persigné y me salí porque ya se me había hecho bien tarde. Cuando llegué a la casa el muy cabrón de Felipe estaba de malas y empezó a pegar de gritos. En eso pensé que la Virgen no ha de hablar así nomás porque sí, y que me voy a la cocina por un cuchillo. Santo remedio. A los cinco minutos ya se había largado y es la hora que no ha vuelto.

Ayer le fui a dejar su milagrito a Nuestra Señora. Se me hizo raro que casi no hubiera gente esperando, pero luego así pasa, nomás se les olvida la novedad y se van a buscar otra cosa. Después de un rato sólo quedábamos el sacristán y yo. Él llevaba un papelito con algo escrito y supuse que así le pedía él a la Virgen, porque es mudo. Se quedó un rato viéndola, a lo mejor esperando que le contestara, porque sordo no es. Dicho y hecho. La Virgencita le habló: “Eres un hombre muy solo y no debes estarlo más. Salga la voz a ti debida.” Y el mudo gritó, y yo, de la sorpresa, no dije palabra. Se me hace que por eso el padre anunció que como el señor obispo ya está de vuelta, le va a pedir que venga para que conozca los milagros de Nuestra Señora.

Así que ahora a donde quiera que voy, les recomiendo a todos que pasen a verla para pedirle lo que necesiten, como tantos que hemos ido, en una de ésas tienen suerte y ella les responde.


VI. Refugio de los pecadores

Ya sé que es tarde, padre, pero necesitaba confesarme con urgencia, de veras le prometo que no le voy a quitar su tiempo. Mire, yo ya ni me acuerdo qué se acostumbra decir en estas situaciones porque hace mucho que no me confieso, pero para abreviar y que usted comprenda en pocas palabras, le diré que me dediqué bastante tiempo a la vida alegre y no lo digo de otra forma para no ofenderlo a usted. Por eso no me he confesado; en primera, porque las de mi oficio nomás salimos cuando está oscuro, y en segunda, porque ni modo que venga todos los días a pedirle perdón por lo que voy a volver a hacer en la noche.

Ahora me ve usted muy fregada, pero hace unos años estaba yo joven, y aunque no era una belleza, no estaba de mal ver y tenía mis buenos clientes. Muchas veces vi pasar al sacristán y nomás se me quedaba mirando, hasta que un día caí en la cuenta de que a lo mejor quería estar conmigo, pero como era mudo no podía hacérmelo saber. Una noche que no había caído ni una mosca lo tomé del brazo y me lo llevé al cuarto donde vivo. Yo pensaba que si él no hablaba, pues a lo mejor tampoco oía, entonces para qué lo incomodaba hablándole, total, si pa’ lo que íbamos a hacer no se necesitaba decir palabra.

Nos entendíamos muy bien. Él no me pedía nada, aceptaba lo que yo le daba, los días que podía y de vez en cuando me dejaba algún dinero. Así le hicimos mucho tiempo. Nada más que una vez estando juntos, yo ya me había quedado medio dormida y empecé a escuchar una voz. La siguiente vez que nos vimos, igual. Creí que a lo mejor era un fisgón que andaba afuera, porque ya ve que hay cada pervertido. Así que para la otra me hice la dormida y casi me muero de espanto cuando me di cuenta que el que hablaba era el sacristán.

Primero pensé en hacerle un escándalo, pero nada ganaba. Además, ¿qué cambiaba con mis otros clientes? Tampoco ninguno de ellos me hablaba. Así que me quedé callada y me enteré de muchas cosas de él, que a lo mejor no está usted para saberlas, pero pues resulta que su papá (el del sacristán, no el suyo, padre) fue cantor de la iglesia cuando era joven. El señor tenía muy buena voz y anunció que se iba a hacer carrera a la capital. Las muchachas de la parroquia le hicieron una fiesta para despedirlo y una de ellas se lo llevó aparte para darle un recuerdito; salió embarazada y el cantor ya no se fue nunca del pueblo.

Al poco tiempo de que nació el niño, se murió la mamá y el cantor frustrado se quedó cuidándolo. Pero cuando dijo sus primeras palabras, el papá se la pasaba diciéndole que tenía voz de mujercita y que quién sabe si sería hijo suyo. Por eso le dio mejor por no hablar. Y pues sí, la verdad, el sacristán tiene la voz medio suavecita, pero a mí así me gustaba. Después de eso me contó muchas cosas más, aunque no sabía que yo lo estaba oyendo, o a lo mejor sí, pero también él se hacía guaje.

El caso es que hace unos meses me puse muy mala y apenas podía pararme, así que me tuve que comer mis ahorros que había juntado de lo que me dejaba el sacristán. Yo creo que el descanso me sentó bien porque a la semana ya me sentía mejor, pero todavía hay días que me siento muy traqueteada, ora imagínese cómo me han de ver los pocos clientes que todavía me quedan. Como ya no ando en la calle, el sacristán no había pasado a verme, así que se me ocurrió que mejor yo venía a buscarlo y hasta llegué a pensar con mucha pena que me iba a ver en la necesidad de chantajearlo para que me diera algún dinero. Nomás que pensé que a mí nadie me iba a creer y que, además, él es buena persona y no me iba a dejar morir.

En eso estaba cuando vi que se acercaba uno de mis antiguos clientes, bien borracho. Como lo conocía me dio miedo que se fuera a poner enjundioso en plena iglesia y me escondí debajo de la mesa de las veladoras de la Virgen, la que tiene el mantel largo. Creí que me había divisado porque se estaba acercando a donde yo estaba. De repente dejó caer toda su humanidad y se puso a llorar y a pedirle perdón a la Virgencita. Y pues entre que me dio coraje y que le quería bajar la borrachera de un susto, le dije eso que usted ya ha de saber. Pues como no vio a nadie, se la creyó que la Virgen le había hablado.

Luego supe que me había hecho caso, pero como que se le pasó la mano, ya ve que ahora quiere dejar a la mujer para volverse dizque ermitaño. Ella es la única del pueblo que no está feliz con su milagro, aunque al principio vino a darme las gracias. A mí me gusta mucho escuchar a la gente; viera de cuántas cosas me he enterado, y eso de que me respeten tanto también se siente bonito. Ya ve que después de lo del sacristán, hasta han venido de otros pueblos y oí que uno decía que a lo mejor llamaban a los de la tele. Si vienen, me voy a volver famosa.

No le voy a negar que de repente tomo algo de las limosnitas que me dejan porque de algo tengo que vivir; aunque eso sí, le juro que nomás agarro lo mínimo que necesito, tampoco soy tan ratera. ¿Que cómo le he hecho para que nadie se dé cuenta? Me ha costado mi buen trabajo, pero ya ve, tiene una sus mañas. ¿Se imagina qué dirían todos si se enteran que le han estado contando sus penas y sus secretos a una de las putas del pueblo?

Mire, yo no soy nadie para decirle lo que tiene que hacer, pero le pido que me perdone y que deje que todo siga igual aunque sea por un tiempo, en lo que junto de nuevo unos ahorros y pienso a qué me puedo dedicar. Mejor ya ni le insista al obispo que venga, de todos modos no se ve que le haga mucho caso. No sea así, padre, no me deje en ascuas, yo le rezo los rosarios que quiera pero dígame qué decidió.


—Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Mañana habrá mucha gente esperando a que Nuestra Señora la escuche, así que mejor vete ya a descansar en paz de Dios.



El silencio se hizo. No hubo más nada que decir. Y ella se alejó sonriendo...




Fuente:
UNAM (2009). Punto de Partida. Julio-Agosto, No. 156. 

Foto:
Escultura Representando a Nuestra Señora del Valle en la Romería de Toledo Organizada en Su Honor. Fondo fotográfico Casa Rodríguez. Toledo, 1910.

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