Los libros de Don Quijote / Alberto Manguel
[Su hipótesis es] imposible, pero no interesante –respondió
Lönnrot–. Usted
replicará que la realidad no tiene
la menor
obligación de ser interesante. Yo te replicaré
que la realidad
puede prescindir de esa obligación,
pero no la
hipótesis.
Jorge Luis Borges
“La muerte y la brújula”, 1942
Aspira
sin poseer, construir sin trepar a la cima, saber sin exigir la posesión
exclusiva del conocimiento, son todas expresiones diferentes de una antigua dicotomía:
la de la razón contra la fuerza, o, según un lugar común medieval, la batalla
entre las armas y las letras. Quizá la versión más inquietante de este
enfrentamiento fue la que compuso a principios del siglo XVII un hombre
fatigado que, en su juventud, había pasado cinco largos años como prisionero de
los piratas de Argel y, finalmente, había regresado a su España natal, donde,
con moderado éxito, había escrito obras teatrales, relatos y poemas, y luego, a
los cincuenta y ocho años, en la celda a la que había sido condenado por razones
todavía dudosas, había soñado a un viejo caballero empobrecido, aficionado a
los libros de caballería, que un día decide convertirse en caballero andante.
Antes soldado, ahora escritor, consciente de las tribulaciones que ocasionan
ambas profesiones, Miguel de Cervantes puso en boca de Don Quijote dos
discursos en los que el caballero compara los méritos de las letras con los de
las armas. Dirigiéndose a un grupo de cabreros, observa que en los días
idílicos de antaño, el uso de la fuerza no había sido necesario.
“¡Dichosa
edad y siglos dichosos aquellos a quién los antiguos pusieron el nombre de
dorados”, dice Don Quijote a su audiencia, que le escucha embobada “y no porque
en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna sino porque entonces los que
en ella vivían ignoraban dos palabras de tuyo y mío!”. En esa Edad de Oro, “todo
era paz entonces, todo amistad, todo concordia”; no había necesidad de
caballeros andantes puesto que no existían ni las riñas ni la injusticia. Pero ahora,
“en estos nuestros detestables siglos”, nada ni nadie están seguros, por lo
que, para combatir la maldad se instituyó la orden de caballería. Las buenas
palabras y los bellos pensamientos ya no son suficientes; ahora son armas y
fuerzas físicas para “defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a
los huérfanos y a los menesterosos”. Sin transición, la alabanza de Don Quijote
a la caballería se convierte en una alabanza de la guerra: el verdadero propósito
de ésta, explica Don Quijote, es traer la paz de Cristo a la tierra, ya que las
letras exigen armas para proteger las leyes que ellas escriben. Esta inquietante
justificación se hace eco de otras más antiguas que Cervantes, sin duda,
conocía. Los libros de Don
Quijote
[Su hipótesis es]
imposible, pero no interesante –respondió
Lönnrot–. Usted
replicará que la realidad no tiene
la menor
obligación de ser interesante. Yo te replicaré
que la realidad
puede prescindir de esa obligación,
pero no la
hipótesis.
Jorge Luis Borges
“La muerte y la brújula”, 1942
Aspira
sin poseer, construir sin trepar a la cima, saber sin exigir la posesión
exclusiva del conocimiento, son todas expresiones diferentes de una antigua dicotomía:
la de la razón contra la fuerza, o, según un lugar común medieval, la batalla
entre las armas y las letras. Quizá la versión más inquietante de este
enfrentamiento fue la que compuso a principios del siglo XVII un hombre
fatigado que, en su juventud, había pasado cinco largos años como prisionero de
los piratas de Argel y, finalmente, había regresado a su España natal, donde,
con moderado éxito, había escrito obras teatrales, relatos y poemas, y luego, a
los cincuenta y ocho años, en la celda a la que había sido condenado por razones
todavía dudosas, había soñado a un viejo caballero empobrecido, aficionado a
los libros de caballería, que un día decide convertirse en caballero andante.
Antes soldado, ahora escritor, consciente de las tribulaciones que ocasionan
ambas profesiones, Miguel de Cervantes puso en boca de Don Quijote dos
discursos en los que el caballero compara los méritos de las letras con los de
las armas. Dirigiéndose a un grupo de cabreros, observa que en los días
idílicos de antaño, el uso de la fuerza no había sido necesario.
“¡Dichosa
edad y siglos dichosos aquellos a quién los antiguos pusieron el nombre de
dorados”, dice Don Quijote a su audiencia, que le escucha embobada “y no porque
en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna sino porque entonces los que
en ella vivían ignoraban dos palabras de tuyo y mío!”. En esa Edad de Oro, “todo
era paz entonces, todo amistad, todo concordia”; no había necesidad de
caballeros andantes puesto que no existían ni las riñas ni la injusticia. Pero ahora,
“en estos nuestros detestables siglos”, nada ni nadie están seguros, por lo
que, para combatir la maldad se instituyó la orden de caballería. Las buenas
palabras y los bellos pensamientos ya no son suficientes; ahora son armas y
fuerzas físicas para “defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a
los huérfanos y a los menesterosos”. Sin transición, la alabanza de Don Quijote
a la caballería se convierte en una alabanza de la guerra: el verdadero propósito
de ésta, explica Don Quijote, es traer la paz de Cristo a la tierra, ya que las
letras exigen armas para proteger las leyes que ellas escriben. Esta inquietante
justificación se hace eco de otras más antiguas que Cervantes, sin duda,
conocía.
Fuente:
La ciudad de las palabras / Alberto Manguel. 1a ed. México: Almadia, 2010
Imagen:
Don quijote de Salvador Dali. Dibujo. España, 1981?
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