La insoportable levedad del ser / Milan Kundera


Pero Tomás pasaba días enteros en el hospital y ella estaba sola en casa. ¡Suerte que tenía a Karenin y podía salir a dar largos paseos con él! Cuando regresaba a casa se sentaba a estudiar los manuales de alemán y francés. Pero estaba triste y le costaba trabajo concentrarse. Con frecuencia se acordaba del discurso que pronunció Dubcek por la radio cuando volvió de Moscú. Había olvidado ya lo que dijo pero seguía oyendo su voz temblorosa. Pensaba en él: soldados extranjeros le detuvieron, a  él, al jefe de un Estado independiente, en su propio país, se lo llevaron, lo tuvieron cuatro días en algún lugar de las montañas de Ucrania, le dieron a entender que iban a fusilarlo como habían hecho veinte años antes con su antecesor húngaro Imre Nagy, después lo llevaron a Moscú, le ordenaron que se bañase, se afeitase, se vistiese, se pusiese la corbata, le anunciaron que ya no estaba destinado al fusilamiento, le ordenaron que siguiese considerándose jefe del Estado, lo sentaron a una mesa frente a Brezhnev y le obligaron a negociar. 

Volvió humillado y habló para una nación humillada. Estaba tan humillado que no podía hablar. Teresa nunca olvidará aquellas terribles pausas en medio de sus frases. ¿Estaba tan exhausto? ¿Enfermo? ¿Drogado? ¿O no era más que desesperación? Aunque no quedase nada de Dubcek, esas largas y horribles pausas, cuando no podía respirar, cuando trataba de recuperar el aliento ante toda la nación, que estaba pegada a los receptores, esas pausas quedarán. En aquellas pausas estaba todo el horror que había caído sobre su país. 

Era el séptimo día después de la invasión, escuchaba aquel discurso en la redacción de un diario que en aquellos días se había convertido en un periódico de la resistencia. Todos los que oían allí a Dubcek, lo odiaban en aquel momento. Le echaban en cara el compromiso que él había tolerado, se sentían humillados por su humillación y su debilidad les ofendía. 

Cuando recordaba ahora, en Zurich, aquel momento, ya no sentía desprecio hacia Dubcek. La palabra debilidad ya no suena como una condena. Cuando hay que hacer frente a un enemigo superior en número, siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo atlético como Dubcek. Aquella debilidad, que entonces le había parecido insoportable, repugnante, y que los había expulsado del país, de repente la atraía. Se daba cuenta de que formaba parte de los débiles, del campo de los débiles, del país de los débiles y que tenía que serles fiel precisamente porque eran débiles y se quedaban sin aliento en mitad de la frase. 

Se sentía atraída por esa debilidad como por el vértigo. Atraída porque ella misma se sentía débil. De nuevo empezó a tener celos y de nuevo le temblaban las manos. Tomás lo vio e hizo un gesto que ella conocía bien, cogió las manos de ella entre las suyas para tranquilizarla, apretándoselas. Ella las retiró bruscamente. 

 — ¿Qué te pasa? —dijo. 

 — Nada. 

 — ¿Qué quieres que haga por ti? 

 — Quiero que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor! 

 Quería decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo. 





Fuente:
La insoportable levedad del ser / Milan Kundera; tr. de Fernando de Valenzuela. 1a ed. Barcelona: Tusquets, 1985.

Imagen:
Bohemia 1966 de Josef Koudelka. Fotografía. República Checa, 1966.

Comentarios

  1. Kundera, siempre Kundera. 'La insoportable levedad del ser' es, sin lugar a dudas, uno de esos libros que te cambian la vida.

    Un abrazo.

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