Distinción entre arte y belleza (4a parte) / León Tolstoi
¿Qué resulta de todas esas definiciones de la belleza? Prescindiendo de las que, por inexactas, no responden a la concepción del arte y colocan la belleza en la simetría, en el orden, en la armonía de las partes o en la unidad dentro de la variedad, o en las diversas combinaciones de estos distintos elementos, dejando aparte los ensayos infructuosos de una definición objetiva, todas las definiciones de la belleza propuestas por los tratadistas de estética conducen a dos principios opuestos.
El primero es que la belleza existe por sí misma, que es una manifestación de lo Absoluto, de lo Perfecto, de la Idea, de la Voluntad, de Dios. Por el segundo, la belleza es solamente un placer especial que sentimos en ocasiones, sin tener para nada en cuenta el sentimiento de las ventajas que puede producirnos.
El primero de estos principios ha sido admitido por Fichte, Schelling, Hégel, Schopenhauer y los metafísicos franceses. Aun hoy acentúan las clases instruidas, sobre todo los amantes de la tradición.
El segundo principio, aquel que dice que la belleza es una impresión de gusto personal, lo aceptan los tratadistas ingleses y está en auge entre las modernas generaciones.
Así es que sólo existen (cosa inevitable) dos definiciones de la belleza: una objetiva, mística, confundiendo la noción de lo bello con la de lo perfecto o Dios, definición sin fundamento real; y otra, por lo contrario, sencilla e inteligible, pero subjetiva, y que considera la belleza como siendo todo lo que gusta. Por una parte la belleza parece como algo sublime y sobrenatural, pero indefinido; por otra parte, se muestra como una especie de placer desinteresado, que experimentamos. Esta segunda concepción de la belleza es en efecto, muy clara, pero desgraciadamente es también inexacta, pues a su vez se extiende en demasía, implicando la belleza de los placeres que se refiere a la alimentación, la bebida, los vestidos, etcétera.
Es verdad que si seguimos las fases sucesivas de desarrollo de la estética, vemos que las doctrinas metafísicas e idealistas pierden terreno, hasta el punto de que Verón y Sully se esfuerzan en eliminar la noción de la belleza. Pero los tratadistas de estética de esta escuela no predominan y la gran mayoría del público, así como los artistas y los sabios, prefieren una de las dos definiciones clásicas del arte que basan éste sobre la belleza, viendo en la misma o una entidad mística, o una forma especial de placer.
Procuremos examinar a nuestra vez esta famosa concepción de la belleza artística.
Desde el punto de vista subjetivo, lo que llamamos belleza es incontestablemente todo lo que nos produce un placer de determinada especie. Mirándolo desde el punto de vista objetivo, damos el nombre de belleza a cierta perfección; pero claro es que lo hacemos, porque esa perfección nos produce cierto placer, de modo que nuestra definición objetiva no es más que una nueva forma de la definición subjetiva. En realidad, toda noción de belleza se reduce para nosotros a la recepción de determinada dosis de placer.
Teniendo esto en cuenta, seria natural que la estética renunciara a la definición del arte fundado sobre la belleza, y que buscara otra más general, pudiendo aplicarse a todas las producciones artísticas y permitiendo distinguir lo que depende o no del dominio de las artes. Pero ninguna definición parecida se ha formulado aún, conforme puede haber visto el lector. Todas las tentativas hechas para definir la belleza absoluta, o no definen nada o sólo definen algunos rasgos de ciertas producciones artísticas, y no se extienden a todo cuanto se considera y se ha considerado como formando parte del dominio artístico.
No hay una sola definición objetiva de la belleza. Las que existen, así metafísicas como experimentales, llegan todas a la misma definición subjetiva, que quiere que el arte sea lo que exterioriza la belleza, y que ésta sea lo que gusta, sin excitar el deseo. Muchos tratadistas de estética comprenden la insuficiencia de tal definición, y para darle una base sólida, han estudiado los orígenes del placer artístico. Han convertido así la cuestión de la belleza en cuestión de gusto. Pero esto les resulta tan difícil de definir como la belleza, pues no hay ni puede haber explicación completa y seria de lo que hace que una cosa guste a un hombre y disguste a otro, o viceversa. De esta manera la estética, desde su fundación hasta nuestros días, no ha conseguido definir ni las cualidades ni las leyes del arte, ni lo bello, ni la naturaleza del gusto. Toda la famosa ciencia estética consiste en no reconocer como artísticas sino cierto número de obras, por la sencilla razón de que nos gustan, y en combinar luego toda una teoría de arte que puede adaptarse a todas esas obras. Se da por bueno un canon de arte, según el cual se reputan obras artísticas aquellas que tienen la dicha de gustar a ciertas clases sociales, la de Fidias, Rafael, Ticiano, Bach, Beethoven, y a consecuencia de ello, las leyes de la estética deben componérselas de tal modo, que abracen la totalidad de esas obras.
Un tratadista alemán de estética, de quien leí hace poco un libro, Folgeldt, discutiendo los problemas de arte y de moral, afirmaba que era locura querer buscar moral en el arte. ¿Sabéis en qué fundaba su argumentación? En que si el arte debía ser moral, ni Romeo y Julieta, de Shakespeare, ni el Wilhem Meister, de Goethe, serían obras de arte, y no pudiendo dejar de ser estos libros obras de arte, toda la teoría de la moralidad en el arte, se derrumbaba. Folgeldt buscaba una definición de arte que pudiera comprender esas dos obras y esto le conducía a proponer, como fundamento del arte, la significación.
Sobre este plan están edificadas todas las estéticas existentes. En vez de dar una definición del arte verdadero y decidir luego lo que es o no buen arte, se citan a priori, como obras de arte, cierto número de obras que, por determinadas razones, gustan a una parte del público, y después se inventa una definición de arte que pueda comprender todas estas obras. Así el estético alemán Muther, en su Historia del arte del siglo XIX, no sólo no condena las tendencias de los prerrafaelistas, decadentes y simbolistas. Sino que trabaja para ensanchar su definición del arte, de modo que pueda comprender estas nuevas tendencias. Sea cual fuere la nueva insanía que aparezca en arte, en cuanto la adoptan las clases superiores de nuestra sociedad, se inventa una teoría para explicarla y sancionarla, como si nunca algunos grupos sociales hubieran tomado por arte verdadero lo que era falso arte, deforme, vacío de sentido, y que no dejó huellas ni discípulos en pos de sí.
La teoría del arte fundado sobre la belleza, tal como nos la expone la estética, no es, en suma, otra cosa que la inclusión en la categoría de cosas buenas de una cosa que nos agradó o nos agrada aún.
Para definir una forma particular de la actividad humana, se necesita antes comprender el sentido y el alcance de ella. Para conseguirlo, es necesario examinar tal actividad en si misma, luego en sus relaciones con sus causas y efectos, y no sólo desde el punto de vista del placer personal que pueda hacernos sentir.
Si decimos que el fin de cierta forma de actividad consiste en nuestro placer y definimos esta actividad por el placer que nos proporciona, tal definición será forzosamente inexacta. Esto es lo que ha ocurrido cada vez que se trató de definir el arte. Por lo que hace a la alimentación, a nadie se le ocurriría afirmar que su importancia se mide por la suma de placer que nos procura. Todos comprendemos y estimamos que no puede admitirse eso, y que no tenemos, por lo tanto, el derecho de decir que la pimienta de la Guyana, el queso de Limburg, el alcohol, etc., a los que estamos acostumbrados, y que nos gustan, forman la mejor de las alimentaciones.
Así ocurre en el arte. La belleza, o lo que nos gusta, no puede servirnos de base para una definición del arte, ni los muchos objetos que nos producen placer han de considerarse como modelo de lo que debe ser el arte. Buscar el objeto y el fin del arte en el placer que nos producen, es imaginar, como los salvajes, que el objeto y el fin de la alimentación están en el placer que nos causan.
El placer, en ambos casos, sólo es un elemento accesorio. Así como no se llega a conocer el verdadero objeto de la alimentación, que es el mantenimiento del cuerpo, si no se deja de buscar ese objeto en el placer de la comida, de igual modo no se comprende la verdadera significación del arte hasta que se deja de buscar su objeto en la belleza, es decir, en el placer. Y así como averiguar por qué un hombre prefiere los frutos y otro la carne no nos ayuda a descubrir lo que es útil y esencial en la alimentación, tampoco el estudio de las cuestiones de gusto en arte, no sólo no nos hace comprender la forma particular de la actividad humana, que llamamos arte, sino que nos hace, por el contrario, de todo punto imposible dicha comprensión.
A la pregunta: ¿Qué es el arte?, hemos dado contestaciones múltiples, sacadas de diversas obras de estética. Todas estas contestaciones, o casi todas, que se contradicen en los demás puntos, están de acuerdo para proclamar que el fin del arte es la belleza, que ésta se conoce por el placer que proporciona, y que el placer, a su vez, es una cosa importante por el solo hecho de ser un placer. Resulta de esto que las innumerables definiciones del arte no son tales definiciones, sino simples tentativas para justificar el arte existente. Por extraño que pueda parecer, a pesar de las montañas de libros escritos acerca del arte, no se ha dado de éste ninguna definición verdadera. Estriba la razón de esto en que siempre se ha fundado la concepción del arte sobre la de la belleza.
¿Que es el arte? / Leon Tolstoi ; tr. J. Leyva. 1a ed. Madrid : Alba ; México : Edivision, 1999
Imagen:
La venus de Milo de Alexandros de Antioquía. Escultura. Grecia, 130 - 100 a. C.
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