Autoepitafio de Reinaldo Arenas / Reinaldo Arenas







Mal poeta enamorado de la luna, 
no tuvo más fortuna que el espanto; 
y fue suficiente pues como no era un santo 
sabía que la vida es riesgo o abstinencia, 
que toda gran ambición es gran demencia 
y que el más sordido horror tiene su encanto. 

Vivió para vivir que es ver la muerte 
como algo cotidiano a la que apostamos 
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte. 

Supo que lo mejor es aquello que dejamos 
-precisamente porque nos marchamos-. 
Todo lo cotidiano resulta aborrecible, 
sólo hay un lugar para vivir, el imposible. 

Conoció la prisión, el ostracismo, 
el exilio, las múltiples ofensas 
típicas de la vileza humana; 
pero siempre lo escoltí cierto estoicismo 
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas 
o a disfrutar del esplendor de la mañana. 

Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana 
por la cual se lanzaba al infinito. 
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito, 
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto 
(ni después de muerto quiso vivir quieto). 

Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar 
donde habrán de fluir constantemente. 
No ha perdido la costumbre de soñar: 
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.

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