¿Qué es el arte? (1a parte) / León Tolstoi
Introducción
Abrid un periódico cualquiera: no dejaréis de encontrar en él una o dos columnas consagradas al teatro y a la música. Encontraréis también, la mayoría de las veces, un suelto relativo a alguna exposición artística, a la descripción de un cuadro, de una estatua, y sin duda alguna, el análisis de novelas, cuentos y poemas nuevos.
Con gran premura y con mucho riqueza de detalles, os dirá ese diario de qué modo tal o cual actriz representa tal o cual papel en tal o cual pieza; y; sabréis al propio tiempo lo que vale esa pieza, drama, comedia u ópera, así como el desempeño que cupo a su representación. Tampoco ignoraréis lo que ocurrió en los conciertos: se os dirá de qué modo tal o cual artista representó o cantó una pieza determinada. Por otra parte, no existe hoy en día ninguna gran ciudad en que no esté abierta cuando menos, una, y a menudo dos o tres exposiciones de cuadros, cuyos méritos y defectos proporcionan a los críticos de arte materia para minuciosos estudios. Por lo que toca a las novelas y poemas, se suceden con gran rapidez; apenas pasa un día sin que aparezcan algunos nuevos, y la prensa se considera en el deber de hacer estudios concienzudos relativos a ellos.
Para el sostenimiento del arte en Rusia (donde apenas si se gasta en la educación del pueblo la centésima parte de lo que se debiera), el gobierno concede millones de rublos en forma de subvenciones a las academias, teatros y conservatorios. En Francia cuesta el arte al Estado veinte millones de francos; igual suma pagan los contribuyentes ingleses y alemanes.
En todas las grandes ciudades hay enormes edificios que sirven de museos, academias, conservatorios, salas de espectáculos y de conciertos. Centenares de miles de obreros -carpinteros, albañiles, pintores, tapiceros, sastres, peluqueros, joyeros, impresores- consumen su vida entera en pesados trabajos para satisfacer la necesidad de arte del público, hasta el punto de que no hay ninguna otra rama de actividad tan grande de fuerza nacional.
No solamente se consume trabajo para satisfacer esta necesidad de arte, sino que cada día se sacrifican innumerables existencias humanas en favor suyo. Centenares de millares de personas emplean su vida desde la infancia para saber mover rápidamente los pies y piernas, para tocar con rapidez las teclas de un piano o las cuerdas de un violín, para reproducir el aspecto y el color de los objetos, o para subvertir el orden natural de las frases, y juntar a cada palabra otra palabra que rime con ella. Y todas esas personas, que la mayoría de las veces son honradas y tienen capacidad natural para entregarse a todo linaje de ocupaciones especiales y embrutecedoras, se convierten en lo que se llama especialistas, seres de inteligencia mezquina e hinchados de vanidad, incapaces de apreciar las manifestaciones serias de la vida, e incapaces de otra aptitud que la que implica agitar rápidamente las piernas, las manos o la lengua.
Esta degradación de la vida humana no es aún la peor consecuencia de nuestra civilización artística. Recuerdo que un día asistí al ensayo general de una ópera, de una de esas nuevas, groseras y vulgares obras que todos los teatros de Europa y América se apresuran a poner en escena, aunque después caigan para siempre en el olvido.
Cuando llegué al teatro, había empezado el primer acto. Para penetrar hasta el sitio que me estaba destinado, tuve que pasar entre bastidores. A través de obscuros corredores, se me introdujo en un vasto local donde había diversas máquinas que servían para la mutación de escenas y de luz. Allí, entre tinieblas y polvo, vi multitud de obreros que trabajaban, sin descanso. Uno de ellos, pálido, desencajado, vestido con una blusa sucia y con las manos sucias también y encallecidas por el trabajo, con todo el aspecto de un desdichado rendido y agriado por la fatiga, reñía colérico con uno de sus compañeros, en el momento que yo pasaba. Luego, me hicieron subir por una escalera en un estrecho espacio que rodeaba la escena. Entre una masa de cuerdas, de argollas, de maderos, de cortinas y decoraciones, vi agitarse en torno mío docenas o quizá centenares de hombres embadurnados y disfrazados con trajes extraños, sin contar con gran número de mujeres que, naturalmente, llevaban la menor cantidad posible de traje. Todas aquellas gentes eran cantantes, coristas, bailarines y bailarinas que esperaban su turno. Mi guía me hizo atravesar entonces la escena y llegué, por fin, al sillón que debía ocupar, pasando por un puente de madera tendido sobre la orquesta, donde había gran número de músicos, sentados junto a sus instrumentos, violinistas, flautistas, arpistas, cornetines y demás.
En un sillón más alto, en el centro de ellos, entre dos lámparas con reflectores, y con un atril delante, estaba sentado el director de la orquesta, batuta en mano, dirigiendo no sólo a los músicos, sino también a los cantantes.
En la escena, apareció una procesión de indios que acompañaban a la desposada. Había allí gran número de hombres y mujeres con trajes exóticos y, además, dos hombres vestidos con traje usual, que se agitaban y corrían de un extremo a otro de las tablas. Uno de ellos era el director de escena; el otro, que calzaba escarpines, corría con agilidad prodigiosa, y era el maestro de baile. Después supe que cobraba cada mes más dinero que diez obreros ganan en un año.
Aquellos tres directores arreglaban el orden de la procesión. Esta, como de costumbre, aparecía por parejas. Los hombres, empuñando partesanas de estaño, poníanse en movimiento y se detenían después. Costó gran trabajo el arreglo de la procesión; la primera vez, los indios, con sus partesanas de estaño pusiéronse en marcha demasiado tarde; la segunda, antes de tiempo, y la tercera moviéronse en el instante deseado, pero embrollaron el orden de la marcha; otra vez, no supieron detenerse en el punto deseado, y cada vez la ceremonia entera tenia que volver a empezar desde el principio. Consistía éste en un recitado que pronunciaba un hombre vestido de turco, el cual, abriendo la boca de un modo singular, cantaba: ¡Traigo la no-o-via! Cantaba y agitaba los brazos que, como de rigor, estaban desnudos. Luego comenzaba la procesión; pero de repente, en la orquesta, el cornetín de pistón daba una nota falsa; al oír aquello, el director de orquesta, estremeciéndose y erizándosele el bigote como si presenciara una catástrofe, golpeaba el atril con la batuta. Todos se detenían de nuevo, y el director, volviéndose hacia los músicos, la emprendía con el cornetín de pistón, increpándole por el moro que soltara, en términos que los carreteros no quisieran emplear disputando entre si. De nuevo empezaba todo: los indios con sus partesanas se ponían en movimiento y el cantante abría la boca para cantar: ¡Traigo la no-o-via! Pero aquella vez las parejas caminaban unas demasiado cerca de otras. Nuevos golpes de batuta en el atril y vuelta a empezar. Los hombres caminaban con sus partesanas al hombro. Algunos tenían los rostros serios y tristes, otros sonreían y hablaban entre sí. Luego se detenían formando coro y se ponían a cantar. Pero de súbito la batuta golpeaba de nuevo el atril y el director de escena, con acento desolado y furioso, vomitaba injurias contra los desgraciados indios.
Parece que los pobres habían olvidado que de vez en cuando tenían que levantar los brazos para patentizar su animación. ¿Estáis enfermos, atajo de animales? ¿Acaso sois de madera para permanecer así como unos testaferros? Y muchas veces todavía empezó de nuevo la procesión, y oí golpes de batuta y una serie de injurias de las que las mejores palabras eran: "Asnos, brutos, idiotas, cerdos. Más de cuarenta veces oí repetir tales palabras dirigidas a cantantes y músicos.
Estos, deprimidos física y moralmente, aceptaban el ultraje sin protestar jamás. Y el director de orquesta y el de escena harto sabían que aquellos infelices estaban demasiado embrutecidos para hacer otra cosa que soplar en una trompeta, o andar por la escena calzando zapatos amarillos y con partezanas de estaño; sabían que estaban acostumbrados a una vida regalona y dispuestos a sufrir cualquier ultraje, antes que renunciar a su lujo; de modo que no vacilaban en dar rienda suelta a su grosería nativa, sin contar con que habían visto hacer lo mismo en París o en Viena, y pensaban seguir así la tradición de los grandes teatros.
No creo, en verdad, que pueda haber en el mundo espectáculo más repugnante. He visto cómo un obrero injuriaba a otro porque no podía con el peso de la carga que llevaba. He visto, al terminar la siega, un capataz que insultaba a un obrero por una torpeza cometida; y vi también cómo los hombres insultados de aquel modo se sometían en silencio. Pero aunque me causara repugnancia asistir a tales escenas, mi repulsión se atenuaba al pensar que se trataba de trabajos importantes y necesarios, en los que la menor falta podía producir consecuencias deplorables. Pero, en el teatro, ¿qué es lo que se hacia? ¿Para quién y por qué se trabajaba? Me daba cuenta de que el director de orquesta no era ya dueño de sus nervios como el obrero encontrado entre bastidores; pero, ¿en provecho de qué se enfadaba? La ópera que hacia ensayar era de las más vulgares; debo añadir que era lo más profundamente absurda que se puede imaginar. Un Rey indio deseaba casarse; le traían una novia, y se disfrazaba de trovador; ella se enamoraba del trovador, desesperábase, pero acababa por descubrir que el trovador era su novio; y ambos manifestaban una alegría delirante. No han existido ni existirán jamás indios de tal jaez. Era cierto también que lo que hacían y decían, no sólo no tenía nada que ver con las costumbres indias, sino que no se parecía a ninguna costumbre humana, exceptuando las de las óperas. Porque no cabe dudarlo; en la vida común, los hombres no hablan por medio de recitados, ni se colocan a distancias regulares, ni agitan los brazos en cadencia para demostrar sus emociones.
Nunca andan aparejados, ni llevan zapatillas, a la vez que partesanas, de estaño; y nadie se enfada, ni se desconsuela, ni ríe ni llora, como ocurría en aquella obra. Y es indudable, además, que nadie puede sentirse conmovido al presenciar la representación de una ópera como aquélla. Así, era natural que uno se preguntase: ¿A cuenta de qué se hacía todo aquello? ¿A quién podía gustar? Si por milagro hubiese habido en aquella ópera buenos trozos de música, ¿no podía tocarse ésta, prescindiendo de aquellos trajes grotescos, de aquellas procesiones, de aquellos movimientos de brazos? ¿A qué causa se debe el que tonterías parecidas se representen en todas las ciudades del mundo civilizado?
A un hombre de gusto le asquean esos espectáculos; un obrero no puede comprender ni una jota de ellos. Si por ventura placen, será, a no dudarlo, a algún lacayo joven o a algún obrero pervertido qué ha contraído las necesidades de las clases superiores, sin poder elevarse hasta su gusto natural.
Nos dicen, sin embargo, que todo esto se hace en provecho del arte, y que el arte es una cosa muy importante. ¿Será cierto que el arte tiene importancia bastante para cohonestar tales sacrificios? Tanto más urgente es resolver esto cuanto que el arte, en provecho del cual se sacrifica el trabajo de millones de hombres, y por el que se pierden millares de vidas, aparece a la inteligencia de un modo cada vez más vago y más incierto. Sucede, en efecto, que los críticos en quienes los aficionados estaban acostumbrados a encontrar un sostén en sus opiniones, se han contradicho durante estos últimos tiempos de un modo tan evidente que, si se excluye del dominio del arte cuanto han excluido los críticos de distintas escuelas, queda muy poco o casi nada para constituir ese famoso dominio. Las diversas sectas de artistas, como las diversas sectas de teólogos, se excluyen y se niegan unas a otras. Estudiadlas, y las veréis constantemente ocupadas en desprestigiar a las sectas rivales. En poesía, por ejemplo, los antiguos románticos niegan a los parnasianos y decadentes; los parnasianos deprimen a decadentes y románticos, y los decadentes dicen pestes de todos sus predecesores, y, además de los magos; y los magos no hallan nada bueno fuera de su escuela. Entre los novelistas, los naturalistas, los psicólogos y los naturistas pretenden ser los únicos artistas que merecen tal nombre. Lo propio ocurre entre escritores dramáticos, pintores y músicos. De ahí resulta que este arte que exige de los hombres tan terribles fatigas, que degrada tantas vidas humanas, que fuerza a los hombres a pegar contra la caridad, no es una cosa clara y precisamente definida, sino algo que los mismos fieles, los iniciados, entienden de diversos modos, tan contradictorios entre si, que resulta punto menos que imposible saber lo que debe entenderse por arte, y particularmente, cuál es el arte útil, bueno y precioso, el arte, que merece ser honrado, con inmensos sacrificios.
Fuente:
¿Que es el arte? / Leon Tolstoi ; tr. J. Leyva. 1a ed. Madrid : Alba ; México : Edivision, 1999
Imagen:
Esto no es una pipa de René Magritte. Pintura. Francia, 1929.
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