Silencio, por favor / Arthur C. Clarke
Se llega a «El Ciervo Blanco» de forma inesperada, a través de una de esas callejas anónimas que bajan desde la calle Fleet hasta Embankment. Sería inútil explicarles dónde se encuentra; muy pocas personas, aun proponiéndoselo, han conseguido llegar. Para las doce primeras visitas es imprescindible la ayuda de un guía; después todo consiste en cerrar los ojos y confiar en el propio instinto, y a lo mejor se tiene suerte. Además, para ser sincero, no queremos más clientes, al menos no en nuestra noche. Ya hay demasiados, y el espacio escasea. Por tanto, lo único que añadiré sobre su localización es que, de vez en cuando, el edificio tiembla con las vibraciones de una imprenta, y que puede verse el Támesis asomándose a la ventana del servicio de caballeros.
Desde el exterior parece un bar como cualquier otro, y, en realidad, así es durante cinco días a la semana.
En el piso bajo se encuentran la taberna y el salón, decorados según la tradición; paneles de madera de roble, cristales traslúcidos, las botellas tras la barra, las asas de los barriles de cerveza..., nada fuera de lo común. Se ha hecho una única concesión al siglo veinte: la máquina de discos de la taberna. La instalaron durante la guerra, en un intento estúpido de que los soldados americanos se sintieran como en casa, y una de las primeras medidas que nosotros tomamos fue asegurarnos de que no existiera peligro alguno de que volviera a funcionar.
Creo que ya va siendo hora de explicar quiénes somos «nosotros». No va a ser fácil, porque elaborar una lista completa de los clientes de «El Ciervo Blanco» sería casi imposible y, en cualquier caso, terriblemente aburrido. Sólo diré que «nosotros» podemos dividirnos en tres categorías principales. En primer lugar, los periodistas, escritores y editores. Los periodistas, como es lógico, llegaron aquí procedentes de la calle Fleet. Los que no tuvieron éxito, huyeron a alguna otra parte. En cuanto a los escritores, la mayoría había oído hablar a otros colegas sobre nosotros, vinieron en busca de material y quedaron atrapados.
Allí donde hay escritores, tarde o temprano aparecen los editores. Si Drew, el dueño, se llevara un porcentaje del negocio literario que se realiza en su establecimiento, a estas alturas sería un hombre rico. (Sospechamos que lo es, de todas maneras.) Uno de los miembros más ocurrentes de nuestro grupo
señaló en una ocasión que es muy corriente ver a media docena de escritores discutiendo airadamente con un editor implacable en una esquina de «El Ciervo Blanco», mientras en otra media docena de editores indignados discuten con un autor implacable.
Por el momento, ya le hemos hablado bastante de los literatos, pero debo advertir que más adelante habrá ocasión para observarles de cerca. Ahora pasemos brevemente a los científicos. ¿Cómo llegaron aquí?
Birkbeck College está al otro lado de la calle, y el King's solamente a unos cientos de yardas en dirección al Strand. Sin duda, la proximidad lo explica en gran parte, y, de nuevo, los comentarios favorables por parte de amigos y colegas desempeñaron un papel importante. Además, muchos de nuestros científicos son escritores, y no pocos escritores, científicos. Un tanto confuso, pero nos gusta que así sea.
La tercera parte de nuestro microcosmo está formada por lo que podríamos denominar, si bien de forma un tanto imprecisa, «profanos interesados». El barullo general les atrajo a «El Ciervo Blanco», y disfrutaron tanto de la conversación y del ambiente que ahora vienen puntualmente todos los miércoles, el día en que nos reunimos todos. A veces no resisten nuestro ritmo y abandonan, pero siempre llegan nuevas remesas.
Con semejantes ingredientes, no puede sorprender que los miércoles de «El Ciervo Blanco» nunca sean aburridos. No sólo se cuentan historias notables aquí, sino que también han ocurrido cosas notables. Por ejemplo, aquella vez en que el profesor... pasó por aquí camino de Harwell y olvidó un maletín que contenía... en fin, será mejor no hurgar en ello, aunque entonces sí lo hicimos. Y qué interesante resultó... Los agentes rusos me encontrarán en el rincón del tablero de dardos. Me vendo caro, pero puedo llegar a un acuerdo razonable. Ahora que caigo en la cuenta, me sorprende el pensar que a ninguno de mis colegas se les haya ocurrido escribir estas historias. ¿Será que al estar tan cerca del bosque no pueden ver los árboles? ¿O será falta de incentivo? No, la última explicación es difícil de mantener: muchos de ellos están tan faltos de dinero como yo, y se quejan con igual amargura de la regla de oro que ha establecido Drew: «NO SE FIA». Mi único temor, mientras mecanografío estas líneas en la vieja máquina «Remington Silenciosa», es que John Christopher o George Whitley o John Beynon estén ya enfrascados en su trabajo, utilizando la mejor parte del material, por ejemplo, aquella historia sobre el Silenciador Fenton...
No sé cuándo empezó; los miércoles son todos muy parecidos, y es difícil asociarles datos concretos. Además, algunas personas pueden permanecer anónimas durante un par de meses, perdidas entre la multitud de «El Ciervo Blanco» antes de que nadie se percate de su existencia. Probablemente así le ocurrió a Harry Purvis, porque cuando por primera vez me di cuenta de que estaba allí, él ya se había aprendido los nombres de la mayoría de las personas de nuestro grupo. Algo que yo no hago muy a menudo en estos
tiempos, ahora que lo pienso.
Pero aunque no sepa cuándo, sí que recuerdo con exactitud como empezó todo. Bert Huggins era el catalizador o, para ser más preciso, lo era su voz. La voz de Bert puede catalizar cualquier cosa. Cuando se permite un susurro confidencial, suena como un sargento mayor dando órdenes a un regimiento
completo. Y en cuanto se desmanda, la conversación languidece mientras todos esperamos a que esos huesecillos del oído interno recuperen su lugar habitual.
Se había peleado con John Christopher (todos lo hacemos tarde o temprano) y los gritos de la pelea habían interrumpido a los jugadores de ajedrez sentados en la parte de atrás del salón. Como de costumbre, los dos jugadores estaban rodeados de mirones, y todos nos levantamos sobresaltados cuando el bramido de Bert restalló sobre nuestras cabezas. Cuando desaparecieron los ecos, alguien exclamó: —¡Ojalá hubiera algún modo de hacerle callar!
Fue entonces cuando Harry Purvis replicó: —Lo hay, aunque no lo crea. Miré a mi alrededor sin reconocer la voz y vi a un hombre bajo, trajeado impecablemente, como de unos treinta y tantos años. Fumaba en una de esas pipas talladas alemanas, que siempre me hacen pensar en los relojes de cuco y en la Selva Negra. Este detalle era lo único fuera de lo común en su aspecto: sin la pipa podía habérsele confundido con un funcionario del Tesoro de segunda categoría, adecuadamente vestido para una reunión del Comité de
Hacienda Pública.
—¿Cómo dice? —pregunté.
No hizo el menor caso, sino que se enfrascó en el minucioso arreglo de su pipa.
Entonces me di cuenta de que no era, como yo creí a primera vista, una elaborada pieza de madera tallada. Se trataba de algo mucho más sofisticado: un artilugio de metal y plástico parecido a una planta de ingeniería química en miniatura. Tenía incluso un par de válvulas diminutas. ¡Dios mío, sí era una planta de ingeniería química...!
No me sorprendo fácilmente, pero no intenté ocultar mi curiosidad. Me dirigió una sonrisa de superioridad.
—Todo sea por la ciencia. Es una idea del Laboratorio de Biofísica. Quieren saber con exactitud qué elementos componen el humo del tabaco, y por éso han colocado estos filtros. Supongo que ya conoce el viejo argumento: ¿produce el fumar cáncer de lengua, y si así fuera, de qué forma ? El problema consiste en que se necesitan muchísimas destilaciones para identificar algunos de los subproductos más oscuros. Así que tenemos que fumar en grandes cantidades.
—¿No le quita placer semejante sistema de tuberías?
—No sé. Soy simplemente un voluntario. Yo no fumo.
—¡Ah! —dije. De momento, ésa parecía ser la única respuesta. Entonces recordé cómo había empezado la conversación.
—Estaba usted diciendo —continué con cierto reparo, porque todavía sonaba un ligero tintineo en mi oído izquierdo— que existe una manera de hacer callar a Bert. A todos nos gustará oírlo... aunque parezca una extraña mezcla de metáforas.
—Pensaba —replicó tras unas cuantas chupadas— en el desafortunado Silenciador Fenton. Una triste historia, y, sin embargo, creo que con una interesante lección para todos nosotros. Algún día —¿quién sabe?— alguien podría perfeccionarlo y ganarse las bendiciones de todo el mundo.
Chupada, pompa, pompa, plop.
—Bueno, cuéntenos la historia. ¿Cuándo ocurrió? Suspiró.
—Casi siento el haberla mencionado. Pero si ustedes insisten —y, por supuesto, partiendo de la base de que no saldrá de esta habitación...
—Claro, claro.
—Bien, Rupert Fenton era uno de nuestros ayudantes de laboratorio. Un joven muy brillante, con una buena preparación técnica, pero, naturalmente, no muy ducho en teoría. Siempre estaba fabricando chismes durante su tiempo libre. Por lo general, la idea era buena, pero con fundamentos teóricos tan endebles, que los aparatos casi nunca funcionaban. Este hecho no parecía descorazonarle: creía ser un Edison redivivo, e imaginaba que podía hacer una fortuna con lámparas de radio y otros desechos del laboratorio. Como su
pasatiempo no interfería con el trabajo, nadie se oponía; por el contrario, los ayudantes del laboratorio de física siempre le estaban animando, porque, al fin y al cabo, es reconfortante ver a alguien entusiasmado. Pero nadie pensaba que llegaría muy lejos, porque ni siquiera creo que fuera capaz de integrar e
elevado a x.
—¿Es posible tal ignorancia?— preguntó alguien con asombro.
—Puede que esté exagerando. Digamos x por e elevado a x. De todas formas, sus conocimientos eran enteramente prácticos; rutina, en una palabra.
Por muy complicado que fuera un esquema, podía construir el aparato, pero, a no ser que se tratara de algo realmente simple, como un televisor, no entendía el funcionamiento. El problema consistía en que no era consciente de sus limitaciones. Y eso, como verán, fue realmente una desgracia.
Creo que se le debió ocurrir la idea mientras observaba a los estudiantes de física hacer experimentos de acústica. Doy por sentado que todos ustedes conocen el fenómeno de la interferencia.
—¡Naturalmente!— contesté.
—¡Eh!— dijo uno de los jugadores de ajedrez, que había abandonado todo intento de concentrarse en el juego (probablemente porque iba perdiendo)—.
Yo no.
Purvis le miró como si estuviera contemplando a un ser sin derecho a habitar en un mundo en el que se había inventado la penicilina.
—En ese caso —dijo fríamente— supongo que tendré que explicarlo —ignoró nuestras protestas—. No, insisto. Hay que explicar estas cosas a quien no las entienden. Si alguien se lo hubiera explicado al pobre Fenton antes de que fuera demasiado tarde...
Miró un tanto despectivamente al jugador de ajedrez, que estaba muerto de vergüenza.
—No sé —empezó a decir— si alguna vez se ha parado a pensar sobre la naturaleza del sonido. Es suficiente con decir que consiste en varias series de ondas que se mueven a través del aire. No son, por supuesto, ondas como las que se producen en la superficie del mar. Esas ondas son movimientos de
subida y bajada, en tanto que las ondas sonoras consisten en una alternancia de compresiones y rarefacciones.
—¿Rare...qué?
—Rarefacciones.
—¿No querrá decir «rarificaciones»?
—No. Dudo que exista semejante palabra, pero si así fuera, no debería existir —contestó secamente Purvis, con el aplomo de un Sir Alan Herbert vertiendo un neologismo singularmente repulsivo en su frasco mortal—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, ya!, estaba explicando el sonido. Cuando producimos cualquier tipo de ruido, desde el susurro más delicado hasta esa conmoción que nos ha atronado hace un momento, una serie de cambios de presión se mueve a través del aire. ¿Han visto alguna vez una locomotora de maniobras en funcionamiento en una vía muerta? Sería un ejemplo perfecto. Tenemos una larga hilera de vagones de mercancías, unidos unos a otros. Un extremo se mueve, los dos primeros vagones comienzan a andar juntos y entonces se puede apreciar la onda de compresión moviéndose en toda la línea. Detrás ocurre justo lo contrario: la rarefacción, —insisto, rarefacción— a medida que los vagones se separan de nuevo.
Es muy sencillo cuando existe una sola fuente de sonido, es decir, un sólo conjunto de ondas. Pero supongamos que tuviésemos dos tipos de ondas, ambas moviéndose en la misma dirección. Es entonces cuando se produce la interferencia, y existen cientos de experimentos curiosos en física elemental que así lo demuestran. Sobre lo único que habría que preocuparse en este caso sería sobre el hecho —e imagino que todos estarán de acuerdo, ya que es evidente— de que si se pudieran obtener dos grupos de ondas en perfecta disonancia, el resultado total sería ni más ni menos que cero.
El pulso de compresión de una onda sonora estaría por encima de la rarefacción de otra; resultado neto: no habría posibilidad de cambio y, por tanto, no se produciría sonido alguno. Volviendo a la analogía con la hilera de vagones, sería como tirar del vagón y empujarlo simultáneamente. No pasaría absolutamente nada.
Sin duda, algunos de ustedes ya sabrán a dónde quiero llegar, y comprenderán el principio básico del Silenciador Fenton. Supongo que el joven Fenton utilizó el siguiente argumento: «Este mundo nuestro», se diría a sí mismo, «es demasiado ruidoso. Si alguien consiguiera inventar un silenciador realmente perfecto, podría obtener una gran fortuna. ¿Pero, cómo tendría que ser...?»
No le llevó demasiado tiempo dar con la respuesta; ya les dije que era un muchacho brillante. El modelo piloto no tenía gran complicación. Consistía en un micrófono, un amplificador especial y un par de altavoces. Cualquier sonido podía ser recogido por el micrófono, amplificado e invertido, de tal modo que quedara totalmente desfasado con respecto al sonido original. Después, pasaba a través de los altavoces, la onda original y la nueva se destruían, y el resultado final era silencio absoluto.
Por supuesto, era algo más complejo. Necesitaba un ajuste para asegurarse de que la onda destructura poseía la intensidad adecuada —de otro modo, sería incluso peor que al principio. Pero éstos son detalles técnicos con los que no les aburriré por más tiempo. Como muchos de ustedes reconocerán, es una simple aplicación de un feed back negativo.
—¡Un momento!— interrumpió Eric Maine. Eric, debo decirlo, es un experto en electrónica y edita no sé qué revista sobre televisión. También ha escrito una obra de teatro sobre un viaje espacial, pero esa es otra cuestión.
—¡Un momento! Aquí hay algo falso. No se puede obtener silencio de esa manera. Es imposible ajustar la fase...
Purvis se colocó de nuevo la pipa en la boca. Durante unos segundos se oyó un burbujeo siniestro que me hizo pensar en el primer acto de Macbeth. Clavó sus ojos en Eric.
—¿Sugiere usted —dijo fríamente— que esta historia es falsa? —Bueno, no diría tanto, pero... —la voz de Eric se desvaneció como si le hubieran aplicado el silenciador. Sacó un sobre viejo del bolsillo, junto a una
colección de resistores y condensadores que parecían enredados en el pañuelo, y comenzó a trazar números. Eso fue lo último que se le vio hacer durante algún tiempo.
—Como estaba diciendo —continuó Purvis pausadamente—, ésa es la forma en que el Silenciador Fenton funcionaba. El primer modelo no era muy potente, y no podía enfrentarse con notas muy bajas o muy altas. El resultado era extraño. Cuando estaba enchufado, y alguien intentaba hablar, podían escucharse los dos extremos del espectro —un débil chillido como de murciélago y una especie de rumor sordo—. Pero lo solucionó en seguida utilizando un circuito más lineal (¡maldición, no puedo evitar el usar algunos términos técnicos!), y en el modelo perfeccionado podía producir silencio absoluto sobre un área bastante considerable. No sólo en una habitación corriente, sino en una estancia de grandes dimensiones. Sí... Fenton no era uno de esos inventores reservados que no cuentan a nadie sus propósitos por temor a que les roben las ideas. Siempre estaba dispuesto a hablar, incluso en exceso. Discutía sus ideas con el personal y los estudiantes, en cuanto alguien quería escucharle. Así fue como una de las primeras personas a quienes hizo
una demostración del Silenciador perfeccionado, fue un estudiante de Arte llamado —creo—, Kendall, que estudiaba física como asignatura complementaria. Kendall quedó muy impresionado por el Silenciador, y con razón. Pero, como podrán suponer, no estaba interesado en sus posibilidades comerciales, o en el bombazo que podría suponer para los escandalizados oídos de la humanidad doliente. Ni hablar. Tenía algo muy distinto en su mente.
Permítanme una pequeña digresión. En la Escuela tenemos una Asociación Musical floreciente, y en los últimos años ha aumentado el número de sus miembros de tal forma que ya puede abordar las sinfonías menos complicadas. En el año en que ocurrieron los hechos de que estoy hablando, se hallaba embarcada en una empresa muy ambiciosa. Iba a poner en escena una nueva ópera, la obra de un joven compositor de gran talento, cuyo nombre no sería oportuno mencionar, dado que ahora es bien conocido de todos ustedes. Llamémosle, por tanto, Edward England. He olvidado el título de la obra, pero era uno de esos severos dramas de amor trágico que por alguna razón que soy incapaz de comprender, parecen menos ridículos con acompañamiento musical. Sin duda, una gran parte depende de la música.
Todavía recuerdo estar leyendo la sinopsis mientras esperaba a que se alzara el telón, y hasta la fecha no he sido capaz de saber si el libreto estaba escrito en serio o no. Vamos a ver... se desarrollaba al final de la época victoriana, y los principales personajes eran Sarah Stampe, la apasionada administradora de correos, Walter Partridge, el guardabosques saturnino, y el hijo del terrateniente, cuyo nombre no recuerdo. Es la historia del eterno triángulo, complicado por el temor de los campesinos al cambio —en este caso, el nuevo sistema telegráfico, que según las viejas del lugar afectaría a la leche de las vacas y traería problemas en la época de reproducirse las ovejas—.
Pasando por alto los adornos, era el típico drama de celos operísticos. El hijo del terrateniente no quiere emparentarse con la Oficina de Correos, y el guardabosques, enloquecido por la negativa, se dispone a vengarse. La tragedia alcanza su terrible punto culminante cuando la pobre Sarah, estrangulada con cordón de empaquetar, es hallada en una saca de correo en el Departamento de Cartas Perdidas. Los habitantes del pueblo cuelgan a Partridge del poste de telégrafos más cercano, con el consiguiente disgusto de los celadores. Tenía que cantar un aria mientras le colgaban: éso es algo que me duele haber perdido.
El hijo del terrateniente se da a la bebida, o se marcha a las colonias, o ambas cosas a la vez, y eso es todo.
Seguro que estarán ustedes preguntándose a qué viene esta disquisición: les
pido que me escuchen un momento. El hecho es que mientras ensayaban esta
historia de celos sintéticos, tras los bastidores se desarrollaba una tragedia
real. La joven que desempeñaba el papel de Sarah Stampe había rechazado a
Kendall, el amigo de Fenton. No creo que fuera una persona particularmente
vengativa, pero lo cierto es que vio una oportunidad única para vengarse. Hay
que reconocer que la vida de estudiante favorece cierta irresponsabilidad, y en
idénticas circunstancias, ¿cuántos de nosotros habrían dejado escapar
semejante oportunidad?
Veo que empiezan a entender. Pero el auditorio no tenía la menor sospecha
de lo que ocurría cuando comenzó la obertura.
La concurrencia era de lo más distinguida: todo el mundo había acudido,
incluso el Rector. Se veían decanos y profesores por todas partes; nunca
llegué a descubrir cómo habían conseguido que acudiera tanta gente. Ahora
que lo pienso, no recuerdo ni siquiera por qué estaba yo allí.
La obertura acabó entre aplausos y algún que otro silbido por parte de los
más ruidosos. Quizá sea injusto; en realidad ellos eran los más melodiosos.
Entonces se alzó el telón. La escena se desarrollaba en la plaza del pueblo
de Doddering Sloughleigh, alrededor de 1860. Aparece la heroína, leyendo el
correo de la mañana. Encuentra una carta dirigida al joven terrateniente y
rápidamente se lanza a cantar.
El primer aria de Sarah no era tan mala como la obertura, pero sí muy
aburrida. Afortunadamente, sólo tendríamos ocasión de escuchar las primeras
notas...
No es necesario preocuparse de detalles sin importancia, tales como la forma en que Kendall convenció al pobre Fenton, si es que el inventor siquiera llegó a sospechar cómo se iba a utilizar su descubrimiento. La demostración fue muy convincente. Un silencio absoluto cubrió la sala, y Sarah Stampe se apagó de
forma similar a un programa de televisión cuando se quita el sonido. El público quedó helado en sus asientos, mientras los labios de la cantante se movían sin producir sonido alguno. De repente, se dio cuenta de lo que ocurría y vimos cómo abría la boca intentando gritar. Huyó hacia los bastidores en medio de una lluvia de cartas.
Inmediatamente se produjo un caos indescriptible. Durante unos minutos todos creían haber perdido el sentido del oído, hasta que, viendo al resto comportarse de forma extraña, comprendieron que era una privación generalizada. Algún miembro del Departamento de Física debió entender en seguida lo que ocurría, porque empezaron a circular papelitos por la primera fila. El Vicerrector cometió la imprudencia de intentar restablecer el orden con gestos desde el escenario. Para entonces yo estaba tan muerto de risa que era incapaz de apreciar tales detalles.
No quedaba otra posibilidad que salir de la sala, y todos nos apresuramos a hacerlo. Creo que Kendall se había escapado, tan impresionado por el efecto de su treta que ni se ocupó de desenchufar el aparato. Tenia miedo de que le cogieran y le lincharan. En cuanto a Fenton, desgraciadamente nunca conoceremos su versión de la historia. Sólo podemos reconstruir los hechos posteriores a partir de la evidencia que quedó.
Tal y como yo lo imagino, debió esperar a que se vaciara la sala y a continuación entró sigilosamente para desenchufar su aparato. La explosión se pudo escuchar en toda la Escuela.
—¿La explosión?— preguntó alguien con sorpresa.
—Por supuesto. Me estremezco al pensar que nos salvamos por los pelos. Unas cuantas decenas de decibelios más, unos cuantos tonos más... y menos mal que no sucedió: cuando el teatro estaba aún lleno. Considérenlo como un ejemplo de los designios inescrutables de la Providencia, el que sólo el inventor
fuera afectado por la explosión. Quizá fue lo mejor que podía haber ocurrido: al menos murió en su momento triunfal, y antes de que el Decano lo alcanzase.
—Basta de moralejas. ¿Qué ocurrió?
—Bueno, les dije que Fenton estaba muy verde en teoría. Si hubiera investigado el aspecto matemático del silenciador, habría dado con el error. El problema consiste en que la energía es indestructible. Incluso cuando se anula una sucesión de ondas con otra. Lo único que ocurre entonces es que la energía neutralizada se acumula en otro sitio. Es como barrer toda la suciedad de una habitación, a cambio de un montón invisible debajo de la alfombra.
Fijándonos en el aspecto teórico, el aparato de Fenton no era tanto un silenciador como un colector de sonido. Mientras estaba en funcionamiento, absorbía energía sonora constantemente. Y en ese concierto alcanzó la máxima potencia. Lo entenderían mejor si conocieran alguna composición de Edward England. Además, hay que tener en cuenta los ruidos producidos por el público —o mejor dicho, los ruidos que intentaban producir— en medio de la confusión. La cantidad total de energía debió ser tremenda, y el pobre
Silenciador tuvo que absorberla. ¿Dónde fue a parar? Bueno, no conozco los detalles del circuito pero, probablemente, a los condensadores de energía.
Cuando Fenton empezó a juguetear con él otra vez, fue como tocar una bomba. El sonido de sus pasos fue la gota que colmó el vaso. El aparato, sobrecargado, no pudo resistir más y explotó.
Nadie dijo una palabra durante unos minutos, quizá en señal de respeto por el difunto señor Fenton. Entonces Eric Maine, que había estado en la esquina mascullando sobre sus cálculos durante los últimos diez minutos, se abrió camino a través de los asistentes. Blandía agresivamente un trozo de papel
delante de él.
—¡Eh! —dijo—. Yo tenía razón. Ese chisme nunca pudo funcionar. Las relaciones entre la fase y la amplitud...
Purvis le hizo callar con un gesto de displicencia. —Es lo que acabo de explicar —dijo pacientemente—. Si hubiera escuchado... Es una lástima que a Fenton le costara la vida descubrirlo.
Miró su reloj. Por alguna razón, parecía tener prisa por irse.
—¡Dios mío! Se está haciendo tarde. Recuérdenme uno de estos días que les hable de una cosa extraordinaria que descubrimos con el nuevo microscopio de protón. Es una historia aún más interesante.
Casi había alcanzado la puerta antes de que nadie pudiera contradecirle.
Entonces George Whitley recobró la voz.
—Pero bueno, ¿cómo es posible que nunca hayamos oído hablar de este asunto? —Preguntó perplejo.
Purvis se paró en el umbral; su pipa burbujeó enérgicamente al recuperar el ritmo acostumbrado. Se volvió a mirarnos por encima del hombro.
—Es lo único que podíamos hacer —replicó—. No queríamos un escándalo.
De mortuis nil nisi bonum: ya sabe. Además, dadas las circunstancias, ¿no creen que lo mas apropiado era... echar tierra sobre el asunto? Muy buenas noche a todos.
Fuente:
Cuentos de la taberna del ciervo blanco / Arthur C. Clarke ; tr. Flora Casas. Edición digital. Madrid: Alianza, 1972
Imagen:
Orchestre de Buchenwald Dessin de Boris Taslitzky. Dibujo. Francia, 1938.
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