Cómo se salvó Wang‑Fô / Marguerite Yourcenar
El
anciano pintor Wang‑Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de
Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang‑Fô se detenía
durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las
libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang‑Fô amaba la imagen de las cosas y
no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser
adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de
arroz. Eran pobres, pues Wang‑Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y
despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de
un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara
encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno
de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de
verano.
Ling
no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba
de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre
era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes
maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza
abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo
había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro
de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y
la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo
lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir.
La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como
la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling
llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su
casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin
cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella
mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o
a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la
moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas. Una noche, en una taberna,
tuvo por compañero de mesa a Wang‑Fô. El anciano había bebido, para ponerse en
un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se
inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que
separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel
artesano taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una
pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling
conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por
el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de
una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa
de las manchas de vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una
ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang‑Fô
se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado,
dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling
pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang‑Fô no tenía ni dinero ni morada, le
ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un
farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos: Aquella noche,
Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él
creía sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el
patio, Wang‑Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se
había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar
sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una
hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por
aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang‑Fô acababa de
regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al
anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía
años que Wang‑Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando
el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para
servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más
tarde, Wang‑Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de
un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para
servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del
jardín. Después, Wang‑Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente,
y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling
prefería los retratos que le hacía Wang‑Fô a ella misma, su rostro se
marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano.
Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de
la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus
cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las
beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang‑Fô la pintó por última
vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos.
Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación
que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling
vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para
proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando
la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado.
Wang‑Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle
ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo,
vagaron por los caminos del reino de Han.
Su
reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos
fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos
inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang‑Fô tenía el poder de dar
vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos.
Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los
señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a
Wang‑Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba
de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las
expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling
mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para
darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía
durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los
bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus
pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang‑Fô estaba triste y hablaba de su
avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble;
cuando Wang‑Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo
humildemente.
Un
día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó
para Wang‑Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus
harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa
de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos
pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros
amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara.
Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz
para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se
preguntó quién ayudaría mañana a Wang‑Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La
llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y
azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de
repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la
nuca de Wang‑Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego
con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang‑Fô siguió a los
soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados,
se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar.
A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca
salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro
sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial,
cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo.
Los soldados obligaron a Wang‑Fô a franquear innumerables salas cuadradas o
circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo
masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las
puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su
disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio
de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza
sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban
debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados.
Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un
torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los
soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se
hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era
una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra
azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las
flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída
de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la
meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por
respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido
admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las
abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que
el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos
de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El
Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban
arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era
azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro
era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no
reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al
Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los
Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas,
aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara,
había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
‑Dragón
Celeste ‑dijo Wang‑Fô, prosternándose‑, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú
eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no
tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos
que jamás te hicieron daño alguno.
‑¿Y tú
me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang‑Fô? ‑dijo el Emperador.
Su voz
era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los
reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y
Wang‑Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar
en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes
un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues
Wang‑Fô, hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores,
prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los
arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los
estibadores.
‑¿Me
preguntas lo que me has hecho, viejo Wang‑Fô? ‑prosiguió el Emperador,
inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba‑. Voy a
decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por
nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé
recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había
reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida de palacio,
pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser
sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los
ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang‑Fô, ya que habían
dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de
evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las
agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi
puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta
mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo
menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros
se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo
los contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve
mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo
dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis
rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el
porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano
monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A
su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas
que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me
valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa
de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por
menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como
las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento,
por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada
cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que
podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas
que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a mirar las nubes,
pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido
por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las
provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a
luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín.
Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los
ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los
parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la
carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de
los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas.
Me has mentido, Wang‑Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de
manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar
por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo
no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel
donde tú penetras, viejo Wang‑Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez
Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve
que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan.
Y por eso, Wang‑Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos
sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo
que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas
a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang‑ Fô,
son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los
dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu
imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang‑Fô?
Al
escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo
mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo
del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
‑Y te
odio también, viejo Wang‑Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling
dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de
los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca,
semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang‑Fô,
desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo
dejaba en el pavimento de piedra verde.
El
Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang‑Fô.
‑Oyeme,
viejo Wang‑Fo ‑dijo el Emperador‑, y seca tus lágrimas, pues no es el momento
de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que
aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por
rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo
Wang‑Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde
se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente
reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos
mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura
se halla inacabada, Wang‑Fô, y tu obra maestra no es más que un esbozo.
Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle
solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al
pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los
párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni
los cabellos de algas de las rocas. Wang‑Fô, quiero que dediques las horas de
luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los
últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus
manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en
tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan
cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos
humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang‑Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si
te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un
padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de
posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una
consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has
acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus
últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va
a morir.
A una
seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la
pintura inacabada donde Wang‑Fô había trazado la imagen del cielo y del mar.
Wang‑Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su
juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang‑Fô no
podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la
había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni
las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había
empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang‑Fô eligió uno de los
pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar
inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies,
desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang‑Fô
echó de menos a su discípulo Ling.
Wang
empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña.
Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino
acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo
singularmente húmedo, pero Wang‑Fô, absorto en su pintura, no advertía que
estaba trabajando sentado en el agua.
La
frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo
el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de
repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue
acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban,
inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro
al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero
del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por
la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a
nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido
oírse caer las lágrimas.
Era
Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha
aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser
aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del
cuello una extraña bufanda roja. Wang‑Fô le dijo dulcemente, mientras
continuaba pintando:
‑Te
creía muerto.
‑Estando
vos vivo ‑dijo respetuosamente Ling‑, ¿cómo podría yo morir?
Y
ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua,
de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de
los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la
cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
‑Mira,
discípulo mío ‑dijo melancólicamente Wang‑Fô‑. Esos desventurados van a
perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar
para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
‑No
temas nada, Maestro ‑murmuró el discípulo‑. Pronto se hallarán a pie enjuto, y
ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador
conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están
hechas para perderse por el interior de una pintura.
Y añadió:
‑La
mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo
sus nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las olas.
‑Partamos
‑dijo el viejo pintor.
Wang‑Fô
cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos
llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón.
El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas
verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos
brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los
cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma
en la orla de su manto.
El
rollo de seda pintado por Wang‑Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba
todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado
surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro
de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja
de Ling y la barba de Wang‑Fô, que flotaba al viento.
La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera
delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang‑Fô, que ya no era
más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro
se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a
una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del
acantilado; borróse el surco de la desierta superficie y el pintor Wang‑Fô y su
discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que Wang‑Fô
acababa de inventar.
Fuente:
Cuentos Orientales / Marguerite Yourcenar; tr. Emma Calatayud. 1a ed. México, D. F.: Punto de lectura, 2011
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