Panaït Istrati encuentra a Gorki / Nikos Kazantzakis
Panaït Istrati |
Encontré a Panaït Istrati en Moscú. Una atmósfera de campo militar reinaba ese día en la ciudad empavesada. Al igual que yo, había sido invitado por la Unión Soviética a las grandes manifestaciones del décimo aniversario de la Revolución. Jamás lo había visto con anterioridad., pero conocía sus cuentos, llenos de pasión, de sangre y de gritos de congoja y su vida heroica y aventurera.
Jorge Valsamis, contrabandista de la isla griega de Cefalonia, hombre inquieto, amante del peligro, dominado por ese incansable placer de la holgazanería que tienen los habitantes de su isla, había conocido en Braila a Zoitsa Istrati, una bella y robusta rumana, que le dio un hijo al que naturalmente le puso por nombre de pila el de Gerassimos, característico de los varones de su isla natal. Más tarde lo llamaron Panayotakis o Panaït.
Valsamis murió cuando Panaït estaba todavía en la cuna, y su madre, una santa mujer, tierna y trabajadora, se puso a trabajar como asistenta y lavandera para poder educar a su hijo. Soñaba con darle una instrucción y después más tarde, casarlo con una buena mujer a fin de que algún día se convirtiera- si Dios lo quería- en un buen cabeza de familia rumano.
Pero dentro de las venas del niño corría la sangre hirviente de un cefaloniense. Tan pronto como cumplió los doce años, el muchacho abandonó a su madre y comenzó su vida errante.
Pasó hambre, cayó enfermo y durmió en las calles. Escondido algunas veces en las bodegas de buques, otras en los vagones o detrás de los camiones, recorrió clandestinamente Egipto, Palestina, Siria, Grecia, Suiza e Italia. Le quemaba una insaciable sed de vivir, de ver y de gustar todas las alegrías y todas las penas que el hombre puede experimentar en esta tierra.
En el curso de sus vagabundeos lee literatura rusa, escucha historias orientales y los cuentos de las Mil y una noches. Trabaja a fin de ganar lo necesario para no morir de hambre y sucesivamente hace de mozo de taberna, dependiente de un confitero, albañil, yesero y, finalmente en la Costa Azul, fotógrafo ambulante en Niza.
Un día de Enero de 1921, cansado de pasar hambre y de sufrir, decide matarse. Dos años antes, había escrito una carta de veinte páginas a Romain Rolland, en la que explicaba su vida dura y su necesidad de escuchar una voz amiga y de estrechar la mano de un verdadero hombre.
Encontrar un amigo fue siempre el ardiente deseo de Istrati. Más que el amor, más que las riquezas y la gloria, es la amistad la que ha ocupado en su vida y en su obra el sitio primordial: entregarse a un amigo, que este amigo se entregara a él y juntos, inseparables, emprender la gran aventura de la vida. Con frecuencia había caído en esta dulce trampa, pero los amigos le habían traicionado e Istrati se había encontrado solo en el desierto humano. Desesperado, escribió entonces a su padre espiritual que se erguía de pie, solitario, puro, en medio de las pasiones que desgarraban Europa. Pero Romain Rolland no contestó. ( Nota: Este escritor francés 1868-1944 es autor de biografías:”Beethoven”, “Miguel Ángel” “Tolstoi” y de algunos relatos, entre las que se destaca su obra maestra, la novela cíclica “Juan Cristóbal”.
Premio Nóbel 1915). Entonces, desesperado, Istrati tomó la resolución de suicidarse.
Se corta la garganta en el parque público de Niza, la muchedumbre se apiña a su alrededor. Lo trasladan al hospital. Después de una larga lucha con la muerte, recobra las fuerzas. Quince días más tarde, sin esperar su completa curación, la dirección lo arroja del hospital. En su bolsillo habían encontrado una carta dirigida al órgano comunista “L¨Humanité”, en la cual, algunas horas antes de su frustrado suicidio, saludaba a la revolución rusa y al mundo nuevo que nacería de los actuales sufrimientos de Rusia. Cuando la policía francesa tuvo conocimiento de esta carta, dio orden de expulsar del hospital a este peligroso revolucionario.
Panaït se encuentra de nuevo en la calle, pero esta vez feliz, ya que finalmente ha recibido la contestación de Romaní Rolland. “No porque sea usted desgraciado me interesa-decía este ideólogo puro y bien alimentado-, sino porque veo brillar en usted la llama divina de un alma.” E invitaba a Istrati a no escribir más cartas, sino libros.
Animado, Panaït se fue a París. Un compatriota zapatero, Ionescu, lo recoge, lo instala en el sótano de su almacén y le procura lo necesario para escribir al tiempo que asegura su alimentación.
Algunos meses más tarde nace Kyra Kyralina. Libro lleno de pasión, de indiferencia y de un amor desenfrenado de la vida, libro alegre y dulce como un cuerpo humano. En medio de tantas novelas francesas artificiales, Kyra Kyralina brota como un grito de la garganta que quema. Romaín Rolland saluda a Istrati como el “Gorki de los Balcanes”.
Al llamar a la puerta de la habitación que ocupaba en el Hotel Passage de Moscú, me alegraba ante la idea de que iba a ver a un “hombre”. Había vencido a la desconfianza que se apodera de mí cada vez que tengo que conocer a alguien.
Istrati, enfermo, estaba en cama. Cuando entré, se incorporó, contento, y gritó en griego:
-¡Vaya, estás ahí!
El primer contacto, el más crítico, fue cordial. Nos observamos mutuamente, intentando sondearnos como dos hormigas que entrecruzan sus antenas. La cara de Istrati era enjuta, envejecida y surcada de profundas arrugas. Sus grises cabellos, en desorden, caían sobre su frente como los de un niño. Sus ojos brillaban, apasionados, sagaces, y no obstante dulces; sus labios de buco caían sensuales. Un verdadero rostro de comitadji macedónico.
He leído el discurso que pronunciaste anteayer en el Congreso- dijo. Me ha gustado. No te perdiste en divagaciones. Estos pobres franceses se imaginan que con su literatura pacifista impedirán la guerra, y en el caso de que estalle, los obreros llamados perspicaces por su propaganda, se rebelarán y arrojarán las armas. ¡Tonterías! Yo conozco a los obreros. Se precipitarán de nuevo en el tumulto y la matanza comenzará otra vez. Dijiste bien: la queramos o no, estallará una nueva guerra mundial. ¡Estemos, pues, preparados!
Me mira a los ojos riendo y pone su esquelética mano encima de mi rodilla.
-Me habían dicho que eras un místico. Pero veo que tienes bien puestos los ojos en la cara y los pies en el suelo. Las gentes dicen cualquier cosa. Dame, pues, la mano.
Nos estrechamos las manos riendo. De repente salta de su cama. Este hombre tiene algo de gato salvaje en sus movimientos flexibles y bruscos, en su mirada viva y en su gracia bravía. Enciende la estufilla de alcohol para preparar café.
-No demasiado azucarado y bien hervido- exclama con la cantinela de los camareros de los cafés griegos.
Piensa en Grecia, su sangre de cefaloniense se ilumina y se pone a recitar viejos refranes aprendidos en el barrio griego de Braila, en la taberna del señor Leonidas.
¡Que no sea una mariposa para poder volar hacia ti!
Grecia asciende desde el fondo de su ser, la sangre de su padre se despierta y este hijo pródigo arde en deseos de regresar al país de sus antepasados. Bruscamente, toma una decisión:
-Regreso a Grecia contigo- dice con voz de mando.
Después, fatigado, empieza a toser y tiene que tumbarse nuevamente para saborear las últimas gotas de su café.
Hablamos acerca de su obra. El héroe principal de todos sus libros, Adrián Zographi, es el propio Istrati. Narra las historias de amor y de libertad recogidas en el curso de su vida errante o explica los recuerdos de su infancia. Y sus aventuras de adolescente. Se entrega totalmente a la amistad que le decepciona o a la mujer que engañará; se regocija cuando encuentra un alma que, en medio de la cobardía y la vulgaridad de la vida contemporánea, no transige, rehúsa someterse y pone fuego a todas sus esperanzas, incendiando el círculo de su destino. Pero, al final, Adrián es vencido, ya que sus pasiones son violentas y no las consigue dominar. Sus deseos son desordenados, indisciplinados, su corazón vagabundo, y su espíritu incapaz de coordinar todo este caos.
-Tú eres Adrián expectorante- le digo riendo-. No eres un revolucionario como tu crees, sino un rebelde.
El revolucionario tiene método, orden, continuidad en la acción y una brida en el corazón. Tú eres un rebelde. Es muy difícil permanecer fiel a una idea. Pero ahora que estás en Rusia, es necesario poner orden en ti. Es necesario tomar una decisión, pues tienes cierta responsabilidad.
-¡Déjame! -grita Istrati como si yo le estuviera apretando la garganta.
Al cabo de un rato:
-¿Estás seguro?-pregunta con angustia.
-He leído tu artículo publicado en “L´Humanité” en donde expresas tu indignación y tu disgusto por la civilización occidental. Juras que la abandonas definitivamente, porque se halla en trance de podrirse en la deshonestidad y la injusticia, y que te refugias en la “Nueva Tierra” para vivir y trabajar en ella. Eso me gusta.
-¿Por qué? ¿También eres marxista?
-No temo nada- digo riendo-. Tu decisión me gusta porque es valerosa. En el momento en que empiezas a recoger y gustar de los frutos con que sueña cada escritor- gloria, riqueza, mujeres-, escupes encima de ellos con disgusto y partes. Abandonas todas las pequeñas y cómodas certidumbres para lanzarte a una nueva aventura: la cómoda certidumbre de Rusia. He aquí porque me gustas, Istrati, que mientras tanto se ha incorporado de la cama, fuma cigarrillo tras cigarrillo, visiblemente agitado. En cuanto a mí, me alegro de haber sembrado la inquietud en él, pensando que esto le será beneficioso.
-Adrián Zographi el rumano ha muerto- digo con pronta alegría abrazando a Istrati como para consolarlo-. Adrián Zographi el rumano ha muerto: vive Adrián Zographi el ruso bolchevique. Huyamos a los estrechos barrios de Braila, Panaït, y ahoguémonos en ellos. Dejemos a nuestro héroe en las inacabables llanuras de Rusia. La inquietud y la esperanza del mundo aumentan cada vez más. Adrián también. El ritmo de su pequeña vida se confunde con el de la extensa Rusia y adquiere finalmente la constancia y la fe. El supremo equilibrio que Adrián buscaba en vano desde tantos años- este equilibrio entre su voluntad y la versatilidad de sus deseos- lo ha conseguido el tiempo. Ya no tiene por concurso el destino de un débil individuo, sino la compacta masa de un pueblo inmenso.
¡Basta!- se lamenta Istrati, nervioso-. ¿Quién te ha traído aquí? Desde que estoy en este país, pienso día y noche en lo que acabas de decir. Tú me gritas: “¡Salta!” pero no me preguntas:” ¿Puedes”?
-No te quiero excitar, Panaït. Todo se andará - digo con calma-. ¿No sientes curiosidad también para ver si puedes o no?
-¿Cómo puedes hablar así? Se diría que se trata de un juego. Es una cuestión de vida o muerte para mí.
¿Lo comprendes?
-La vida y la muerte son un juego- digo yo levantándome-. Un juego, y depende de un momento semejante que ganemos o perdamos.
-¿Por qué te levantas?
-Tengo que irme. Temo haberte fatigado.
-¡No! Te quedarás, comeremos juntos y esta tarde iremos a ver a alguien.
-¿A quién?
-A Gorki. Estoy citado con él. En el día de hoy, por primera vez, veré al célebre “Istrati de Europa”.-dice, y su voz amarga deja adivinar unos celos infantiles hacia su gran modelo.
Salta de la cama y se viste. Por la calle me lleva fuertemente cogido por el brazo.
-Seremos amigos - me dice. Siento ya la necesidad de romperte la cara. Has de saberlo; yo no puedo concebir la amistad sin puñetazos. Es necesario de vez en cuando alborotar y romper la cara, ¿me entiendes?
Entramos en un restaurante. Saca un frasquito de aceite colgado alrededor de su cuello como un amuleto y vierte el contenido en el plato. Luego, se saca del bolsillo del chaleco una pequeña caja y sazona abundantemente con pimienta el espeso caldo que nos acaban de servir.
-¡Aceite y pimienta!-dice relamiéndose-. Como en Braila.
-¡Por nuestro feliz encuentro!-digo yo levantando mi vaso-. ¡Por nuestro feliz encuentro!, como se dice en Creta.
Comemos alegremente. Poco a poco Istrati recuerda el idioma griego y cada vez que una palabra acude a su memoria, palmotea, feliz como un niño.
Se acuerda en primer lugar de las injurias y de las palabras fuertes y, como yo debo de tener aspecto de escandalizado, se echa a reír. Sin embargo, no olvida su cita y de vez en cuando mira su reloj. De pronto se levanta:
-Es la hora -dice-. Vamos.
Pide al camarero cuatro botellas de buen vino de Armenia y, con los bolsillos cargados de entremeses y cigarrillos, da la señal de marcha.
Istrati está emocionado. Va a ver a Gorki por primera vez. Sin duda espera abrazos alrededor de una mesa bien servida y estallidos de risa o lágrimas de alegría por este encuentro de dos “hermanos”. Puede ser que espere volver a encontrar la atmósfera cálida, ahumada, ardiente y cordial que le gusta tanto.
-¿En dónde tienes la cita?-le pregunto.
-En Gozizdad, la Editora Gubernamental.
-Panaït- le digo-, estás emocionado.
No me contesta; pero, nervioso, empieza a caminar más de prisa.
Había bastante gente en los grandes salones de Gozizdad. Rostros de todas las razas de los soviets. El director era, entonces, un joven tártaro, gordo, con una barba de ébano y ojos lánguidos. Se parecía a los grandes leones semihumanos que se ven en los tapices de Oriente.
Subimos la escalera. Miro a mi nuevo amigo con el rabillo del ojo y me satisface ver su cuerpo, delgado y desmadejado, sus callosas manos de obrero y sus ojos insaciables.
-Panaït- le digo nuevamente con insistencia-, estás emocionado.
Si-contesta-. ¿Y qué?
-Ahora que vas a ver a Gorki ¿Podrás dominarte? ¿Podrás evitar lanzar exclamaciones y estrecharlo entre tus brazos?
-¡No!-dice furioso-. ¡No! Yo no soy inglés. Soy griego cefaloniense. ¡Métetelo en la cabeza! Es preciso que grite, que abrace, que me entregue. Si quieres, tú puedes hacer de inglés… Para ser franco- añade tras un segundo de vacilación-, hubiera preferido estar solo. Tu presencia me irrita.
-Ya lo sé- le digo riendo-, lo sé, pero no quiero perderme este espectáculo.
Apenas he terminado mi frase, Gorki aparece en lo alto de la escalera, con el cigarrillo en los labios. De elevada estatura, bien plantado, las mejillas hundidas, pómulos salientes, pequeños ojos azules melancólicos e inquietos, y una boca con una indecible tristeza. Jamás he visto tanta amargura en unos labios humanos.
Istrati lo reconoce en seguida y, subiendo los peldaños de tres en tres, se precipita hacia él y le coge la mano.
-¡Panaït Istrati!-grita, presto a dejarse caer sobre el amplio pecho de Gorki.
Pero este último le tiende la mano con calma y examina a su visitante con atención. Su rostro no refleja ni alegría ni curiosidad.
-Entremos - dice.
Gorki entra el primero, con grandes pasos tranquilos. Istrati le sigue nervioso. Los golletes de las botellas asoman en sus bolsillos.
Tomamos asiento en un pequeño despacho lleno de gente. Por no saber Istrati el ruso, la conversación se inicia con dificultad. Está emocionado y se pone a hablar con Gorki en mal ruso. No recuerdo lo que decía, lo cual, por otra parte poco importa. Lo que importa es el calor, el sonido de su voz, sus grandes ademanes y su mirada inflamada.
Gorki contestaba tranquilamente, con pocas palabras y una voz dulce y reposada, encendiendo sin descanso “Papyrus”, la nueva marca de cigarrillos rusos. Habla de su juventud, de los tiempos en que, siendo panadero en Novgorod, leía ávidamente, en invierno bajo la lámpara de petróleo, y en verano, al claro de la luna.
Su sonrisa, triste, daba un tono trágico a la sosegada conversación. Este hombre había sufrido tanto en su vida, que nada, ni las fiestas soviéticas, ni los honores podían ya consolarlo. Su mirada reflejaba una tranquila pero irremediable tristeza.
Mi mayor maestro -decía- fue Balzac. Cuando leía sus novelas no podía evitar aproximar el libro a la luz y mirar la página con admiración. “¿En dónde se oculta toda la vida y la fuerza que contiene esta página?”, me preguntaba.” ¿En donde se oculta este gran secreto?”
-¿Y Dostoievski? ¿Gogol?-dije yo.
-¡No, no! Entre los rusos, uno solo, Leskov, nadie más.
Se calla un momento.
-Pero más que nada -dijo -mi maestra fue la vida. Yo he sufrido mucho y he amado mucho a los que sufren.
Después calló de nuevo mientras sus ojos, semicerrados, seguían el humo azul de su cigarrillo.
Panaït sacó las botellas de sus bolsillos. Después les llegó el turno a los pequeños paquetes de entremeses, que dejó encima de la mesa sin atreverse a abrirlos. Se había dado cuenta de que el ambiente no se prestaba a ellos. Se había imaginado este encuentro de otra manera. Había creído que los dos probados luchadores que ambos eran, habrían bebido, pronunciado grandes palabras, derramando lágrimas y bailado y celebrado esta victoria final.
Pero Gorki parecía estar atormentado por su dolorosa vida. Asistía al milagro soviético sin perder la cabeza, y su mirada permanecía, pura, lúcida y penetrante.
Se levanta. Llamado por algunos jóvenes se encierra con ellos en un despacho contiguo. Deben discutir acerca de de un programa de propaganda cultural: conferencias, nueva revista literaria…
Nos quedamos solos.
-Panaït- le pregunto-, ¿qué te parece el maestro?
Istrati destapa una de sus botellas con nerviosidad.
-No tenemos vasos- dice. ¿Sabes beber a chorro?
Cojo la botella.
-A tu salud, Panaït- digo-. El hombre es un animal en medio de un desierto. Alrededor de cada uno de nosotros se abre un precipicio que nos separa de los demás. No te entristezcas. Esto no es nada nuevo.
-Termina de beber -dice impaciente-. Y pásame la botella que yo también tengo sed.
Bebemos el ligero y oloroso “Naparouli” de Armenia. Istrati se seca la boca.
-Lo sé- contesta-, pero lo olvido siempre.
-Este es tu gran valor, Panaït. Si no lo supieras, serías un imbécil. Mientras que así eres un ser viviente, lleno de contradicciones, una bola de esperanzas y de decepciones, y serás así hasta la muerte. En ti la razón jamás matará el corazón.
-Vámonos- termina Istrati-. Ya hemos visto a Gorki.
Vuelve a meterse las botellas en el bolsillo y yo lo ayudo a recoger los paquetes.
En la calle me dice:
-Me ha parecido bastante frío. ¿Qué opinas?
Lo he encontrado más bien amargo, desconsolado. No esperaba tanto dolor. Jamás había visto una sonrisa así. Más amarga todavía que un grito, que un sollozo o que la muerte. Ha vencido, ha escrito libros célebres, se ha hecho rico, famoso, se ha casado con una mujer hermosa, una princesa, según creo, y finalmente, y esto es lo más importante, ha visto realizarse el sueño de su vida: la liberación de Rusia. No obstante, nada de esto ha logrado consolar su corazón.
- No hay como gritar, beber y llorar para consolar el corazón- exclama Panaït, indignado.
-Érase una vez un emir- explico- que al enterarse de que todos los suyos habían muertos en la guerra, ordenó a los hombres de su tribu:”No gritéis, no lloréis. Es necesario que vuestro dolor permanezca vivo”.
Como puedes ver, Panaït, ésta es la disciplina más noble y más salvaje que el hombre se puede imponer a sí mismo. He aquí porqué Gorki me ha gustado.
Istrati no dijo nada. Gruñó algo y me miró casi con odio. Bruscamente, me asió el brazo y entonces noté que su mano temblaba.
Máximo Gorki |
Fuente:
Monte Sinai III / Kazantzakis, Nikos
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