Extrañando a Kissinger / Etgar Keret
Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya medio año que me hincha la cabeza con lo mismo, metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle:
-No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco inseguros.
Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.
-Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice.
¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por lo menos me lo dijera. Pero no. Porque cree que si la quiero de verdad, tengo que saberlo por mí mismo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a escoger. O sea que le he dicho que diga lo que no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es seguro es que de sus pistas no voy a sacar nada claro.
-No quiero –dice ella- que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor.
La verdad es que yo nunca me haría daño aunque ella me lo pidiera. Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Ella no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, me rindo y me digo que no tiene remedio, que gaga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien con fuego juega, acaba tatemado. Pero después, cuando estamos cogiendo y ella me clava su mirada fija hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando cogemos para que le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación.
-¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega a contestarme.
-Si de verdad me quisieras, deberías saberlo por ti mismo.
Y después de lamerse con la lengua los dedos que se ha sacado de la vagina, me suelta:
-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar boleto. Pero ¡qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, linda! Toda la calle Stampfer la he bajado a pie con el cuchillo en la espalda como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias para morirse, como sólo ella sabe hacerlo. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien se traga las tunas con todo y espinas, que luego no se queje de almorranas.
-¿Cómo está Miri? –Pregunta mi madre-. ¿Está bien tu amada? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan regordetes en la vagina?
-Bien –le respondo yo-, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura que la quiero.
-Llévale el de Baruj –se ríe-, es imposible que llegue a darse cuenta de que no es el mío.
-¡Ay, mamá! –Me enojo-, que no estamos en la fase de mentirnos, Miri y yo estamos en momento de sincerarnos.
-Está bien –suspira-, pues llévale el mío, que no quiero que se peleen por mi culpa, lo que me hace pensar, por cierto, ¿en dónde tienes tú la prueba para que tu madre que te ama que le demuestre que tú también le corresponde amándola un poquito?
Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, tengo que hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro de que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.
Hay dos clases de personas, a las que les gustar dormir del lado de la pared y a las que les gusta dormir al lado de las que las van a empujar fuera de la cama.
Fuente:
Extrañnado a Kissinger / Etgar Keret. 1a ed. México: Sexto Piso, 2006
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